martes, 14 de septiembre de 2010

Los Niños Olvidados

Pascual Augusto Santos había despertado aquella mañana nublada y lluviosa de un septiembre que agonizaba en los calendarios, al abrir los ojos al mundo había caído en la cuenta que durmió más de lo que hubiera imaginado. Por fin se atrevió hacer lo que tanto estuvo fraguando alrededor de diez años. Hoy no fue a trabajar.
Pascual Augusto Santos era un viejo de sesenta años, y al decir que era un viejo no era por culpa de los años, si no por sentirse así con el mismo. Ejerce su lúgubre y senil oficio de contador público en uno de los despachos olvidados del siglo pasado donde ha trabajado por más de treinta años ininterrumpidos, hasta hoy. Vive solo en su departamento de soltero prehistórico desde aquel domingo de futbol en que lo dejó su mujer, una abogada de corazón de plomo que se desembarazó sin tregua alguna de aquel canalla desalmado que blasfemaba su amor. Aun a estas alturas de la vida Pascual Augusto Santos trataba de recordar las últimas palabras turbias dirigidas a su humanidad por aquella mina que era inmune a las reconciliaciones, sin embargo para la mustia sinceridad del corazón no lograba recordar aquellas palabras por culpa de esa enfermedad que lo ha perseguido y que siempre ha tratado de ocultar; el amor insondable. Una algebra de la vida moderna.
Cada domingo desde hace quince años atrás su hija Carmela le ha llevado un ramo de tulipanes. Esta costumbre florida a la cual lo somete su hija cada semana le resulta un acto extraño y singular, ya que considera que los hombres no son muy afanes a las flores. Nunca había cuestionado aquel detalle de su hija hasta hoy. Ahora que descansa en su cama y siente el clima gélido sobre su piel se pregunta: — ¿Si al león le ofrecieran una pequeña presa la aceptaría o preferirá una más grande?
Él sabía que si fuera ése león optaría por la primera opción, que es lo que menos te esperas, los pequeños detalles son los que te agrandan la vida. Un pedacito de tu vida que se convertirá en el dueño del corazón.
Las ganas de orinar lo hacen levantarse de la cama. La mañana es lluviosa, y el ambiente de la habitación es solitario, ideal para morir en aquella cama sin que lo supiera nadie, un cuerpo anacoreta alejado del mundo seria. Pascual Augusto Santos lo sabe, y piensa en la muerte irremediablemente, en esa oscuridad quisiera en verdad encontrar la luz que le ilumine.
—Hoy no — le dice a Dios cuando piensa en la muerte —.

Alrededor de sus más de treinta primaveras ejerciendo el oficio ingrato de jugar con los números, con los impuestos sobre la renta, de organizar auditorias sorpresas, jamás pensó en convertirse en el monstruo disímil de la contaduría que ha sido en todos estos años por hacer mucho y dejar tan poco a los pendejos de buena voluntad que vienen detrás de él. Pascual Augusto Santos fue siempre sin lugar a dudas hábil en el trabajo y dedicado a la confianza que depositaban en él sus clientes. Sin embargo al transcurrir de los años la monotonía y la desfachatez de la solemnidad lo habían orillado al cementerio de las emociones que plasmaba en aquellos libros llenos de números. Aunque bien hubiera valido la pena dejar atrás aquella vida esporádica y llena de zozobra por las noches cuando no tenía un par de labios que lo acariciaran, Pascual Augusto Santos remedia de esas melancolías de pobres corazones en ilustres maniobras del oficio solemne.
Afuera sigue lloviendo y por costumbre Pascual Augusto Santos deberá bajar de los departamentos para ir al supermercado por el desayuno, ya que hoy como ayer sigue estando solo.
Se para y se viste frente al espejo, se pone sus lentes redondos de armazón metálico y toma de uno de los ganchos del armario su abrigo de lana color marrón aunado a su sombrero de bombín que había comprado en la ciudad de Puebla en los años mozos de su vida adulta. Mientras baja intermitentemente los escalones de la escalera de caracol su respiración se agita brevemente, al llegar a la planta baja da los buenos días en un saludo jovial al portero del edificio. Las calles están inundadas a consecuencia de la fuerte lluvia y como puede se dirige al supermercado bajo el aguacero y sin paraguas alguno que lo cubra. En la zona de lácteos del supermercado tomó una bote de leche descremada, dos kilos de avena y enseguida se dirigió al pasillo de las frutas y verduras de donde agarró cuatro manzanas como se lo había recetado en el desayuno el doctor, y en la caja del supermercado le pide a la señorita de ojos de ciruela que una cajetilla de Delicados sin filtro como se lo recetó la melancolía. Ella le cobra y él se va a pasos lentos hacia la salida.
Como la lluvia no había escampado y el tedio del supermercado era fatal, Pascual Augusto Santos había conseguido salir a las bancas de concreto que ocupaban la localidad del mostrador de los licores. Allí alejado de los dimes y diretes de la gente que va a prisa a comprar el desayuno Pascual Augusto Santos encendió un cigarro para apaciguar la paciencia. Es un jueves gris, por enésima ocasión el estado del tiempo del noticiero se equivocó en sus pronósticos a la razón de los intempestivos cambios de la naturaleza. Aquel anciano vislumbra a lo lejos que en la mitad de la calle un par de niños disfrutan el mojarse bajo la lluvia, ellos corren desvariados, gritan, sonríen y sacuden las cabelleras bajo el milagro pluvial de la naturaleza.
Uno de esos niños gritaba con algarabía desmedida:
—¡Hoy no fui a la escuela!
El niño que Pascual Augusto Santos miraba de lejos era un chico adiposo, menudo y con muchas ganas de disfrutar el arte supremo de la vida al desembarazada de las normas o formalismos triviales como el engaño inmisericorde de ir todos los días a clases. Aquel niño estaba descalzo y sin camisa que lo cubriera, arrastraba junto a los demás un juguete improvisado que era en términos reales de un adulto una tabla de madera que contaba con cuatro ruedas en los ángulos correspondientes y que montaba uno mientras los otros jalaban de un lado al otro de la calle para provocar olas urbanas. Ése niño regordete junto a sus amigos jugaba bajo la lluvia mientras que el viejo de Pascual Augusto Santos de lejos observaba el despilfarro de la vida. A las buenas costumbres nunca se había acostumbrado.
Sentado en las bancas del exterior del supermercado Pascual Augusto Santos pensaba que a veces el hombre es un tonto malgastando su vida en resolver los enigmas de la misma. Él después de tantos años ha comprendido que a su edad los excesos ya son nostalgia, la altivez con las mujeres poco a poco la fue perdiendo cuando se le apagó el foco del descaro hacia la moral. Hoy en día a sus años Pascual Augusto Santos lo único que frecuenta con severa amargura son las reuniones con whisky acompañado de sus leales amigos de la vieja guardia de la asociación de contadores públicos que fundara alguna vez bajo el temporal del despilfarro de la economía, esporádicamente visita la iglesia y la única mujer que logra tocarlo a estas alturas de la vida es una enfermera mulata que lo visita dos veces por semana.

Hundido en la pesadumbre de la memoria que se regocijaba en la maravilla de los días que fueron Pascual Augusto Santos evocaba los pasajes asombrosos de su infancia, recordaba como se solucionaba cualquier asunto con un “volado” y que decir cuando probabas tus habilidades y lo fuerte que eras con la frase; “A que no puedes hacer esto” también lo único por aquellos días que te hacía sufrir eran las tareas los fines de semana. Cuando es uno niño el más joven se refería a cualquiera que tuviera mas de catorce años, nadie en el mundo es más linda que tu mamá pues con tan sólo un beso te curaba de cualquier mal. Lo peor que te podía pasar con las niñas eran que no quisieran jugar contigo, o que te llamaran extraterrestre por andar tan sucio y desaliñado. “¡El ultimo paga los refrescos!” era el grito que te hacia correr como loco; por otro lado el Santo, Kaliman y el Chapulín Colorado eran los superhéroes que admirabas y no se conocía tanta violencia en ellos. Antes nos llevaba a los misterios mas grandes de la imaginación el saber que era una platica de adultos, hoy con pena nos enteramos que las conversaciones de los adultos son los asuntos mas estúpidos del mundo.
Recordaba que lo mas esperado de las tardes era ver salir pasear a la chica que tanto nos gustaba, y lo por los días de esos años los globos de agua era la mas poderosa y eficiente “arma” que se había inventado. El viejo que miraba caer la lluvia sobre las calles inundadas quería regresar en esos días cuando los errores de gramática se solucionaban arrancando la hoja y volviéndolo hacer, y cuando los juegos de moda eran las escondidas y el balero otorgaba la paciencia requerida. En aquellos años para la mayoría de las personas no era nada raro tener dos o mas mejores amigos y para viajar desde la tierra al cielo sólo tenias que imaginar, Pascual Augusto Santos expuesto a la soledad comprendió en aquel instante que esos niños que se mojaban bajo la lluvia podían hacer eso y él no.
Pascual Augusto Santos tenía claro que aquellos niños empapados de agua podrían pasar horas interminables frente al televisor, y él con tan sólo media hora quedaba profundamente dormido. Pascual Augusto Santos había obtenido un fondo para el retiro en un banco que le mandaba una pequeña cantidad a su casa cada quince días, él administraba su dinero al destinar el cuarenta porciento para los medicamentos, el otro porcentaje equivalente a la misma cifra lo utilizaba para compra cigarros y el restante veinte porciento para comer. Y sin embargo cuando uno es niño tener dinero sólo significa comprar golosinas y juguetes. Todo aquello podrían hacer los chicos que se mojaban bajo la lluvia, y entonces solo y resignado llegó a la deducción de que esos eran los niños olvidados de un régimen de reglas y acervos utópicos de las normas.

La infancia de Pascual Augusto Santos había sido muy libertina, de andar en las calles más cómodo que en casa. De vivir en un barrio que le pedía muy poco a la imaginación, era un lugar justo como para escribir una novela.
La madre de Pascual Augusto era una mujer que se preocupa por el bienestar de la familia sin afectar decisiones que condujeran al estruendo de los problemas. Su viejo le había heredado su oficio, la iglesia y lo inflexible de las creencias que marcaron todo un heraldo en la familia. En el liceo las monjas le enseñaron el camino de la pulcritud, de principios y valores. Un mal día les preguntó si Jesús había tenido noviecita que lo hubiera vuelto loco, la monja colérica al escuchar esto le asignó el castigo de pasar una hora arrodillado al sol del medio día por toda una semana.
Ha escampado la lluvia y mientras regresa al departamento a aquel viejo le da por encender otro cigarro. Al llegar observa que el gato subió a la mesa y derramó la botella de vino de la noche anterior. Y más solo que un espantapájaros en un trigal piensa:
—Ya no tengo a nadie en éste pueblo, es mejor partir para Nueva York.
Es decir estar muerto, como alguna vez García Márquez lo escribió en una de sus obras.
Pascual Augusto Santos dejó lo que compró en la mesa de la cocina, y de pronto se instala en la mecedora mientras su gato Elvis ronronea en sus pies pidiendo alimento. Observa desde la ventana que comienza a llover y de pronto los cristales se empañan. Pascual Augusto Santos ahora se enfrenta al delicado momento de pensar en la soledad, y al instante un gran escalofrió que recorre su cuerpo marca una pauta que lo resigna al mal ejemplo que le ofrece aquel día lluvioso. Pascual Augusto Santos piensa que es excesivo buscar en unos labios abiertos el resucitar de su corazón, por eso busca en su vicio las prisas ahora que más se siente devastado por aquellos niños que le giñen el ojo a su antojo a la vida.
Ese viejo que fumaba sentado en su mecedora viendo llover pensaba en la muerte, los olvidos, en los tulipanes, Carmela. Enseguida busca en la alacena la botella de vino que se ganó en una canasta navideña del año pasado que se rifó entre todos los miembros de la asociación de contadores públicos. Pascual Augusto Santos toma una copa y se sirve. Olvida el protocolo soberbio del vino y de un trancazo bebe el vino. Aprieta la mandíbula después de acabarse la copa y enseguida se dirige al tocadiscos instalado en su sala principal. Luego saca de sus bolsillos la cajetilla de cigarros y enciende uno mientras selecciona el disco adecuado para el momento. Pascual Augusto Santos pone en el aparato musical un ejemplar de Agustín Lara. Y deja para entonces la copa que cae estrepitosamente en el piso, y concluye en tomar el vino de la botella sorbo por sorbo y mientras comienza a reírse mientras llora. Luego se dirige hasta el tocadiscos y en el pone un ejemplar de Agustín Lara y comienza a danzar con el gato mientras reiré y llora desconsoladamente escuchando Farolito. Enseguida sufre un ataque de tos y el gato cae al piso y huye a esconderse.
—Mierda. ¡El mundo es una mierda! — gritaba —.
Después tomó la botella de vino y continúo bebiendo su amargura arraigada por los años en su corazón marchito.
El sonido del piano de Lara deambulaba por aquel departamento, y el viejo lloraba sentado en el su mecedora. Después reía y fumaba mientras cantaba; Amores abras tenido, muchos amores María bonita, María del alma, pero ninguno tan bueno ni tan honrado como el que hiciste que en mi brotara.
Pascual Augusto Santos recordó todo lo bueno y los pecados de su vida, mientras que Piensa en mi/ Noche de Ronda/ Veracruz/ Farolito/ María Bonita/ Aventurera/Amor de mis Amores/Granada/ conseguían darle la absolución a su alma. Después Pascual Augusto Santos al escuchar esas canciones que dicen tantas cosas bonitas con las que se arrullan corazones cerró los ojos y con calma y feliz entró a un sueño del cual jamás despertaría.








Francisco Rico Hernández.
Del libro de cuentos de (Francisco Y Viceverza)
de Francisco Rico Hernandez.
19 de agosto del 2010.

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