lunes, 24 de enero de 2011

La Casa de la Abuela y sus cuatro generaciones perdidas. (Fragmento)

Michel Hernández era un adolecente irreverente que la primera vez que había llegado a la casa de la abuela logró perturbar la tranquilidad de aquella anciana que hasta ese era día inflexible. Él era alto y fornido, tenía mejillas coloradas y un carácter liberal que muchas veces exasperaría a la abuela, Michel le gustaba tanto el lenguaje de la lengua libre que en algunas ocasiones no entendía el real significado de tener una vida ya consumada por personas ajenas a él. La abuela lo habría de recordar hasta el día en que tendida sobre su sillón y llena de soledad estaría esperando la muerte. Michel fue para la abuela su cruz, su martirio, ella nunca pudo controlar el libertinaje de aquel muchacho hijo del demonio como ciertas veces le decía.
Cuando llegó Michel a Cosamaloapan asistió la misa dominical, siendo esa la única ocasión que se le vio por aquel lugar en la singular semana que duró en la casa de la abuela. Michel ocasionó en esos siete días más estragos que los que hicieron las dos inundaciones y la estirpe de los Chiunti en toda la época. En las noches mientras la abuela dormía él se escapaba de la casa saltándose la barda llegando a la Carreta o lugares que olvidaba al salir el sol. Una noche su bisnieto logró sigilosamente robarle el dinero a la abuela y hasta se inició en una expedición asidua por todos los lugares de la casa hasta encontrar el lugar preciso donde la abuela guardaba sus joyas. Empeñó la arracada bañada de oro, las dos peinetas de plata, un anillo de su bisabuelo y un crucifijo con incrustaciones de diamantes. Todo el dinero que recibió lo dilapidó en una sola noche en la borrachera mas grande que se hubiera organizado hasta ese día en el pueblo, pidió para todos tragos y mas tragos de cervezas, luego fueron botellas y mas tarde cartones y barriles, había mujeres que hacían cola para complacerlo, cadenas de cigarros que se encendía y se apagaban, músicos que cantaban hasta que se les secara el gañote y también se escuchaba el sonido de la arpa y la jarana. Toda esa depravación y solemnidad de los placeres mundanos Michel la disfrutaba.
Fue una borrachera cataclasita en la que ése adolecente de quince años había de remedir y cambiar el rumbo del destino de una anciana que habría de llenarse de coraje y desdicha por la perdida de su tercera generación. La abuela recordaría para siempre la escena que presenció cuando encontró a su bisnieto Michel en cueros y borracho en compañía de una puta que le doblaba la edad. Impasible a las rogativas de Michel ella lo echó de la casa.
—Esperé quince años y los voté al carajo — finalizó la abuela con amargura —.
Emiliano no dijo nada. Permaneció en silencio.
Nueve meses después apareció en una cesta al pie de la puerta de la casa una criatura que resultaba ser la última generación que la abuela tendría, la última oportunidad de reivindicar el camino. Tenía todas las intenciones de deshacerse de su tataranieto pero entonces recordó el peso de aquella promesa casi de honor que tenia con Dios y entonces desistió a su cometido.
A Emiliano lo crió en un ambiente riguroso y lo acompañó súbitamente a realizar el cumplimiento de los protocolos que exigía la iglesia y que un fiel debería de consumar. Para Emiliano su mundo era la casa de la abuela, el se sentía plenamente feliz. Nunca salía de la casa acepto cuando tenia que cumplir con ir al colegio y asistir a la iglesia. La abuela se alejó de las desaventuras de la vida moderna y se dedicó escrupulosamente a educar plenamente a Emiliano.


Francisco Rico Hernández.

miércoles, 19 de enero de 2011

Soñó que estaba Preso.

Aquel preso soñó que estaba preso. Con matices, claro, con diferencias. Por ejemplo, en la pared del sueño había un afiche de París; en la pared real sólo había una oscura mancha de humedad. En el piso del sueño corría una lagartija; desde el suelo verdadero lo miraba una rata. El preso soñó que estaba preso. Alguien le daba masajes en la espalda y él empezaba a sentirse mejor. No podía ver quién era, pero estaba seguro de que se trataba de su madre, que en eso era una experta. Por el amplio ventanal entraba el sol mañanero y él lo recibía como una señal de libertad. Cuando abrió los ojos, no había sol. El ventanuco con barrotes (tres palmos por dos) daba a un pozo de aire, a otro muro de sombra. El preso soñó que estaba preso. Que tenía sed y bebía abundante agua helada. Y el agua le brotaba de inmediato por los ojos en forma de llanto. Tenía conciencia de por qué lloraba, pero no se lo confesaba ni siquiera a sí mismo. Se miraba las manos ociosas, las que antes construyeron torsos, rostros de yeso, piernas, cuerpos enlazados, mujeres de mármol. Cuando despertó, los ojos estaban secos, las manos sucias, las bisagras oxidadas, el pulso galopante, los bronquios sin aire, el techo con goteras. A esa altura, el preso decidió que era mejor soñar que estaba preso. Cerró los ojos y se vio con un retrato de Milagros entre las manos. Pero el no se conformaba con la foto. Quería a Milagros en persona, y ella compareció, con una amplia sonrisa y un camisón celeste. Se arrimó para que él se lo quitara y él, no faltaba más, se lo quitó. La desnudez de Milagros era por supuesto milagrosa y él la fue recorriendo con toda su memoria, con todo su disfrute. No quería despertarse, pero se despertó, unos segundos antes del orgasmo onírico y virtual. Y no había nadie. Ni foto ni Milagros ni camisón celeste. Admitió que la soledad podía ser insoportable. El preso soñó que estaba preso. Su madre había cesado los masajes, entre otras cosas porque hacía años que había muerto. A él invadió la nostalgia de su mirada, de su canto, de su regazo, de sus caricias, de sus reproches, de sus perdones. Se abrazó a sí mismo, pero así no valía. Milagros le hacía adiós, desde muy lejos. A él le pareció que desde un cementerio. Pero no podía ser. Era desde un parque. Pero en la celda o había parque, de modo que, aun dentro del sueño, tuvo conciencia de que era eso: un sueño. Alzó su brazo para también él brindar su adiós. Pero su mano era solo un puño, y, como es sabido, los puños apretados no han aprendido a decir adiós. Cuando abrió los ojos, el camastro de siempre le trasmitió un frío impertinente. Tembloroso, entumecido, trató de calentar sus manos con el aliento. Pero no podía respirar. Allá, en el rincón, la rata lo seguía mirando, tan congelada como él. El movió la mano y la rata adelantó una pata.
Eran viejos conocidos. A veces él le arrojaba un trozo de su horrible, despreciable menú. La rata era agradecida. Así y todo, el preso echó de menos a la verde, agilísima lagartija de sus sueños y se durmió para recuperarla. Se encontró con que la lagartija había perdido la cola. Un sueño así, ya no valía la pena de ser soñado. Y sin embargo. Sin embargo empezó a contar con los dedos los años que le faltaban. Uno dos tres cuatro y despertó. En total eran seis y había cumplido tres. Los contó de nuevo, pero ahora con los dedos despiertos. No ten a radio ni reloj ni libros ni lápiz ni cuaderno. A veces cantaba bajito para llenar precariamente el vacío. Pero cada vez recordaba menos canciones. De niño también había aprendido algunas oraciones que le había enseñado la abuela. Pero ahora a quién le iba a rezar?. Se sentía estafado por Dios, pero tampoco él quería estafar a Dios. El preso soñó que estaba preso y que llegaba Dios y le confesaba que se sentía cansado, que padecía insomnio y eso lo agotaba, y que a veces, cuando por fin lograba conciliar el sueño, tenía pesadillas, en las que Jesús le pedía auxilio desde la cruz, pero El estaba encaprichado y no se lo daba. Lo peor de todo, le decía Dios, es que Yo no tengo Dios a quien encomendarme. Soy como un Huérfano con mayúscula. El preso sintió lástima por ese Dios tan solo y abandonado. Entendió que, en todo caso, la enfermedad de Dios era la soledad, ya que su fama de supremo, inmarcesible y perpetuo espantaba a los santos, tanto a los titulares como a los suplentes. Cuando despertó y recordó que era ateo, se le acabó la lástima hacia Dios, más bien sintió lástima de sí mismo, que se hallaba enclaustrado, solitario, sumido en la mugre y en el tedio. Después de incontables sueños y vigilias llegó una tarde en que dormía y fue sacudido sin la brusquedad habitual, y un guardia le dijo que se levantara porque le habían concedido la libertad. El preso sólo se convenció de que no soñaba cuando sintió el frío del camastro y verificó la presencia eterna de la rata. La saludó con pena y luego se fue con el guardia para que le dieran la ropa, algún dinero, el reloj, el bolígrafo, una cartera de cuero, lo poco que le habían quitado cuando fue encarcelado. A la salida no lo esperaba nadie. Empezó a caminar.

Caminó como dos días, durmiendo al borde del camino o entre los árboles. En un bar de suburbio comió dos sandwiches y tomó una cerveza en la que reconoció un sabor antiguo. Cuando por fin llegó a casa de su hermana, ella casi se desmayó por la sorpresa. Estuvieron abrazados como diez minutos. Después de llorar un rato ella le preguntó qué pensaba hacer. Por ahora, una ducha y dormir, estoy francamente reventado. Después de la ducha, ella lo llevó hasta un altillo, donde había una cama. No un camastro inmundo, sino una cama limpia, blanda y decente. Durmió más de doce horas de un tirón. Curiosamente, durante ese largo descanso, el ex preso soñó que estaba preso. Con lagartija y todo

Mario Benedetti.

jueves, 13 de enero de 2011



Este es un premio que recibo de mi querida amiga Raquel Lopez.
Sinceramente es un gusto para mi que cada vez puedan llegar lo que uno escribe al gusto de las personas. Pienso también que seria grandioso publicar los demás premios que he recibido, ya que es un compromiso que tengo con la gente que confía en mi y le gusta lo que hago pero esta tarea quedará en pausa ya que no dispongo de mucho tiempo.
Gracias.

"En La Casa de la Abuela se podrá encontrar las cartas que nunca se mandaron, la música que se quedó impregnada, las pinturas sobre los años...

Francisco Rico.

miércoles, 12 de enero de 2011

Sueños.

Fue una tarde bajo el sopor horrible del calor de las tres de la tarde cuando después de unos sueños intranquilos tuve un desvarió que no entendía de razones ni mucho menos de años, tiempos o gallardía alguna. Lo que había soñado claramente carecía de dos cosas en mi realidad; locura o valentía. Cosas que por esos años yo no tenía. Pues yo era una especie extraterrestre que dejaba su habitación y recién salía a la calle en busca de placeres o travesuras, un callejero recién nacido que pasaba por muchas cosas por aquellos años.
Lo que Soñé aquella madrugada fue una especie de despedida que enmarcaba un nuevo camino para mi. Caminaba por una calle oscura yo solo y mientras seguía avanzando empecé a sentir la alerta del sexto sentido, cuando de pronto se aparecieron un par de tipos que nunca había visto y que sin embargo querían agredirme, de repente ante tanto miedo y sin posibilidades de defenderme salió de la oscuridad un amigo, el bueno de José María. El se encargo de alejarlos y cuando estuvimos solos habló conmigo y me aconsejó muchas cosas pero lo que mas me causó la certera impresión de la locura fue cuando me dijo:
— Puedes quedarte con ella.
Yo aun en la incomprensión de mis sueños, pensé que era una broma. Puesto que mi amigo estaba muerto en mi realidad, y la mina aquella no se atrevía a mirarme con otros ojos que no fueran los inmisericordes ojos de la amistad.
— Carajo — pensé. Estás loco Chema, le dije.
Pero él sólo sonrió y me dio una palmada en el hombro. Después, pero después caí en la cuenta que mis sueños eran una mierda, que aun mis propios sueños se burlaban de mi y de mi realidad que a pesar de mi corta edad andaba con una nube negra y sacándole la lengua a la suerte que nunca venia avistarme.
Sin embargo en mi sueño después de que Chema me dijo que ahora si tenía el camino libre para enamora a esa aquella chica yo fui hasta ella y le dije las mejores palabras de amor (En ese momento supe que era un sueño, nunca en mis cinco sentidos me habría a atrevido hacer eso) y ella había quedado tan satisfecha y feliz que sus ojos ahora habían cambiado y me miraban con la mirada de un amor recién fecundado. Nunca entendí como era posible tal descaro de mi puto subconsciente que desperté en la buena hora cuando yo por fin había conseguido tener el amor de esa chica que me había vuelto loco y dejado sin sueño muchas noches. No era posible que en ese momento la realidad se interpuso y me bajó de la nube por la que andaba y me dejó otra vez; cobarde, loco y con una sutil emoción en la entrepierna.
Y así fue pues como al amanecer tomé un lápiz y un papel y comencé a escribir un poema mal logrado y lleno de sueños en los cuales era mas afortunado que en mi realidad.
Aquella tarde calorosa mi amigo César llego de improviso y en la azotea le enseñé el poema para José María y la mujer aquella que había logrado conquistar al menos en mis sueños…


Francisco Rico Hernández.
12 de Enero del 2011.