sábado, 26 de noviembre de 2011

Haromi, en el lugar de los ojos abierto.

Cada mañana ella abría los ojos al mundo, suave, limpia y ligera como las nubes partía la luz del alba con su belleza. Insultantemente feliz era vivir la vida junto a ella.
Cada vez que dejaba caer las gotas de agua sobre su claro rostro los peces del rio nadaban interminablemente, irremediablemente. La luz flagrante del sol le alumbraba la piel, y su sombra de pronto salía para cuidarle los pasos.
Le resultaba fácil hablar de la felicidad y a veces le daba por ponerse triste de deberás cuando las gentes no entendían el significado del milagro de despertar cada mañana. Dicen por ahí que volvía locos a los nostálgicos poetas que para ella recitaban sus poemas, los pintores no encontraban defecto alguno en su perfil, Haromi era bella interminablemente y se sentía a gusto de no saberlo, de no tener contacto con la vanidad. A veces el viento soplaba con fuerza y ella sentía cosquillas debajo de su falda, sonreía aunque el estruendo del aire destrozara las flores de los jardines. Haromi tenia unos ojos verdes color cocodrilos, y una boca angustia de los corazones sin dueños, y un par de cejas; pinceladas de Dios.

Una tarde de otoño estaba recostada sobre un árbol y sentada sobre las hojas secas que cubrían el suelo. Llevaba puesto un vestido blanco de manta con un listón dorado en la cintura, estaba descalza y las uñas de sus pies eran perfectas, en su largo y pasible cuello tenia colgado un collar de conchas que hizo cuando horas antes caminaba por la playa. Mientras seguía observando con abstracción la margarita que tenia sobre el dorso de su mano el viento sopló, consiguiendo en ese acto de la naturaleza mover la guirnalda de girasoles que sobre su cabeza llevaba, sin embargo el insecto resistió el embate del viento, se aferraba a su nueva patria de carne y hueso, de calidez y tersidad.
Su rostro de princesa oriental, fino y exacto logró sorprenderse minutos después al ser testigo de la repentina aparición de decenas de margaritas que venían volando de diferentes direcciones para establecerse sutilmente a su alrededor. Haromi sonrió y se puso de pie para alegremente girar con los brazos extendidos sobre su propio eje.
Eso ocurrió porque todos recuerdan que fue cierto, lo que nunca se explicó fue lo que pasó después.

“Me duele el alma, se me entumece el corazón”

Tristemente ese día Haromi después de jugar con las margaritas tuvo que cerrar los ojos a la fuerza, insultaron al destino, todos los ángeles hubieran querido impedir que ella cerrara los ojos; no hubo tiempo, el mal ya estaba hecho.
Una gran tormenta nunca antes vista y que jamás se consiguió olvidar se presentó esa vez que ella dejó de ocupar un sitio en el lugar de los ojos abiertos. Las personas no lloraban, qué mas daba, si el cielo lo hacia por ellos. Todos sintieron en aquel momento que Haromi era en verdad el alma, la pureza y el halito pulcro de la vida.

“La oscuridad se equivocó, no debió acercase a ella, ¿por qué lo hizo?”

A nosotros los mortales nos conmueve el presentimiento de vivir en un pozo sin fondo, y si por mis venas pasara el dolor de la muerte, me echaría a llorar, pero algunos no quieren y no les gusta llenarse los ojos con pura oscuridad, el murmullo de la belleza y de la vida no se escuchan cuando uno se esta quieto.
Después, aunque me gusta ver los amaneceres y giñarle el ojo a la vida, decidí caminar con la luz apagada, fundir los focos de mis ojos.
¿Restauraré los actos de Dios?








Francisco Rico Hernández.
26 de febrero del 20009.
Cosamaloapan, Veracruz.

(Nota breve; Nunca entendí mucho porque escribí este texto, tal vez encuentren simbolismos o redundancias de algún tipo que cree en la belleza pulcra, en el viento, que no le gusta la idea de morirse pero que sin embargo lo acepta. Y para ser sinceros este texto lo escribí mientras en la sala de espera de un hospital mientras esperaba no sé que)

jueves, 3 de noviembre de 2011

Bar.

Me gusta ver a la gente a las espaldas. Aquí la gente se le ve por la espalda y se descubre por la cantidad de botellas los clavos de su cruz, de la nostalgia que pretende curar las canciones, que no logra disiparse como el humo de sus cigarrillos. Que lastima que le dé al hombre por desprenderse de su corazón, que aquí en este bar le dé por extrañar…




Francisco Rico Hernández.
2 de noviembre del 2011.